David G. Marcos | Golpe de calor. El curso político parece haberse enfundado ya las chanclas para bajar a darse un chapuzón. Los telediarios acuden, de manera casi ritual, a las noticias recalentadas de cada año. De repente, en la radio suena una última hora a modo de canción del verano. Emiliano García-Page, José García Molina, Pedro Sánchez y Pablo Iglesias: “felices los cuatro”.

El Secretario General de Castilla La Mancha ha anunciado su intención de que Podemos se incorpore a un gobierno en minoría con el PSOE. Sin debate previo, sin pasar por el Consejo Ciudadano, casi a tientas, la noticia es presentada como una decisión en firme, a falta del “trámite” de una consulta a los inscritos. El anuncio nos transporta a una situación análoga, poco gratificante, hace no demasiados años. Cuando en 2012, la Izquierda Unida de Diego Valderas entró a formar gobierno con el PSOE, la decisión se presentó apoyada en argumentos calcados a los que hoy esgrime García Molina. Solo tres años después, en 2015, IU quedó pulverizada en Andalucía, perdiendo casi la mitad de sus votos. Por aquel entonces, Miguel Romero advirtió que la dirección de IU en Andalucía había tomado la decisión de convertirse en una fuerza como las demás”. El Moro solía acertar, y acertó. Pero fue más allá, nos dejó un consejo para el futuro, que hoy debemos recuperar, y es que una alternativa de cambio se construirá, no a las órdenes, sino en dialéctica y conflicto con las fuerzas del régimen.

A veces la historia nos sitúa frente a un espejo de futuro. Sucedió en 2012 y sucedería lo mismo ahora. Entrar en un gobierno capitaneado por el PSOE, en clara situación de subalternidad, sería lo más parecido a pegarse un tiro en el pie. Lo decía el propio Pablo Iglesias hace no tanto tiempo: para obtener resultados diferentes hay que hacer cosas distintas.

Ojo cuidao, porque la negativa a un co-gobierno en minoría con el PSOE debe ir más allá de las posiciones principistas. De hecho, debería desterrarlas. No se trata de ninguna obsesión basada en la pureza de las esencias, sino de una apuesta estratégica que nos permita profundizar en el proceso de cambio abierto por el 15M y ensanchado, entre otros, por Podemos. Ceder el espacio de la indignación, desde el que se construye la alternativa, supone inyectar un ansiolítico a las aspiraciones de cambio: “se puede, pero hasta donde ellos quieran”. Fue la potencia del 15M la que consiguió situar al PSOE en una posición incómoda, aquella en la que ya no pudo acudir a los roles simbólicos asignados entre izquierda y derecha. En una suerte de complejo de Edipo, la posible entrada de Podemos a gobernar con el PSOE en minoría, sería equivalente a pulverizar la potencia de transformación que nos legó el 15M.

El régimen se sentiría cómodo con esta ecuación. Si algo ha caracterizado a la supervivencia del régimen ha sido su capacidad para la absorción de la disidencia. Anestesiar las posibilidades de cambio y anularnos como agente disruptivo sería letal. Más aún en un momento socio-político internacional que viene marcado por una tensión entre las serias dificultades del establishment para mantener su cuota de poder / tasa de beneficio, y el triunfo de los outsiders, impugnadores de lo existente, que dan salida a la frustración generalizada.

En efecto, la disyuntiva de Podemos en su relación con el PSOE no es cosa sencilla. Dicho de otra forma, es cosa compleja, que diría el famoso estadista. Por un lado, precisamente, nuestra relación con el Partido Socialista no se basa fundamentalmente en las interacciones directas con él, sino con su histórico archienemigo, en términos simbólicos: el Partido Popular. Debemos preservar como una joya nuestra posición antagónica al gobierno de Rajoy, presentándonos como la fuerza que ofrece una total garantía de que el PP no gobernará en ninguna institución si esto depende de Podemos.

Al mismo tiempo, debemos diferenciar entre, por un lado, el análisis que hacemos de los límites estructurales del PSOE y, por otra, su percepción ante el conjunto de la sociedad. Nuestra relación con el partido de Sánchez debe moverse en una tensión entre la crítica y la mano tendida. No obstante, si el objetivo es precisamente visibilizar y profundizar en las contradicciones de un partido abierto en canal, no podemos hacer que las suyas sean precisamente nuestras propias contradicciones. Tendremos otras, que habrá que combatir, como ya lo se está haciendo en gobiernos liderados por fuerzas de cambio, no sin coste político. Pero, ¿asumiremos también las del PSOE? ¿Qué hacer ante posibles recortes en servicios públicos? ¿Ante conflictos laborales? ¿Ganará la crítica frente a las recién adquiridas “responsabilidades de co-gobierno”, quedará el silencio o llegaremos incluso a la justificación? En el balance general, el resultado es previsible. Los méritos quedarían capitalizados por el socio mayoritario, y las presiones serían absorbidas por la fuerza minoritaria.

En términos globales, da la sensación de que hemos pasado del “sí se puede” al “eh, mírenme, yo también sé gestionar”. Y efectivamente, la gestión es fundamental, pero gobernar para transformar implica ir más allá. Supone imbricarnos en cada una de las esferas de la vida, para lo que necesitamos potenciar el conflicto subterráneo, invisibilizado conscientemente por las clases dominantes para anular las posibilidades de cambio. Esto no es incompatible con ocupar posiciones de gobierno, pero sí lo es con asumir un rol de subalternidad bajo quienes pretenden suministrar analgésicos ese conflicto, desde el cual nacen las reivindicaciones y en el que se consolidan las conquistas de las clases populares.

En cualquier caso, a pesar de que el anuncio condiciona el debate, la decisión no está tomada todavía. Más allá de una consulta cosmética, se debe exigir a la dirección tiempo suficiente para valorar los pros y contras de la propuesta, además de que se contemple la votación por separado del apoyo a los presupuestos y la entrada al gobierno.

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David G. Marcos es responsable de discurso del Ayuntamiento de Cádiz y militante de Anticapitalistas.

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