Rodrigo López Muñoz Cuentan las lenguas entendidas y expertas en anécdotas que durante la famosa gira europea de Miles Davis en 1960, John Coltrane, por aquel entonces el saxofonista tenor de su quinteto, era silbado y abucheado tras unos apabullantes y extenuantes solos que incluso cabreaban al siempre difícil y malhumorado trompetista. También la crítica de su época, habitualmente blanca y conservadora, le vapuleó en unas cuantas ocasiones, incapaz no ya de comprender hacia dónde estaba llevando su música, sino siquiera de abarcarla y etiquetarla en un rango conceptual más o menos familiar y cómodo. Bien es verdad que no fue el primero que probó los mandobles de crítica y público. Algo parecido le ocurrió a Louis Armstrong, Charlie Parker, Ray Charles, Dizzy Gillespie, Ornette Coleman o Thelonious Monk y, más tarde, sería otro revolucionario como Prince el que se llevaría todos esos reveses. Lo que parece claro es que, a cincuenta años de su prematura muerte, su obra permanece intacta en interés y su influencia, inmutable, no sólo entre las generaciones de saxofonistas que surgieron tras su desaparición, sino en el interior mismo de otros géneros, adyacentes al jazz o no, y en conceptos musicalmente revolucionarios y transgresores sean éstos del estilo que sean.

Trane comenzó tocando R&B con su saxo alto, para, a continuación, pasarse al tenor cuando fue reclutado a finales de los años cuarenta por Dizzy Gillespie y su Big Band. Con especial querencia y predilección hacia el góspel y los himnos religiosos asimilados desde pequeño en la iglesia, tocó en sus primeros años en el circuito con gente como Earl Bostic, Johnny Hodges y, como no, Miles Davis y su famoso primer quinteto, donde, todavía como prometedor saxofonista, comenzó a labrarse su popularidad. En época de puro hard bop, graba para Prestige sus primeros álbumes como líder y en 1957, “Blue Train”, su primera y única incursión en el laberinto Blue Note, donde se comienza a entrever en sus solos el germen de las ideas que ya en aquella época le rondaban la cabeza y que posteriormente podría plasmar. Después de grabar el famoso “Kind Of Blue” junto a una formación de ensueño liderada de nuevo por el omnipresente Miles, pega el salto a Atlantic. Es en esta época de transición entre el prometedor saxofonista y el genio absoluto que acabó siendo donde perfecciona el término “sábanas de sonido” (“Sheets of sound), expresión acuñada por el crítico Ira Gitler que hacía referencia al portentoso y rugiente desarrollo de unos solos repletos de líneas de improvisación, a su vez recargadas de sonidos de diferente espectro y que era capaz de expresar a una endiablada velocidad: una apabullante estampida de notas que te arrasaban sin compasión y te caían encima como un inesperado aguacero de granizo. Dicen que Trane ideó esta forma de improvisación en los pocos meses que estuvo con Thelonious Monk y que la perfeccionó de forma abrumadora ya con Miles Davis y su combo, cuya idiosincrasia le sirvió para poner en práctica estas y otras inquietudes artísticas, no sin las dudas del propio Miles. Tras este fecundo período en Atlantic llega Impulse, donde un Coltrane ya musicalmente maduro y consagrado intentará siempre buscar el sonido absoluto, primero con su llamado cuarteto clásico junto a McCoy Tyner (piano), Jimmy Garrison (contrabajo) y Elvin Jones (batería) y, posteriormente en su época más mística y espiritual, junto a músicos como el batería Rashied Ali, el saxofonista Pharoah Sanders o su compañera, la pianista y arpista Alice McLeod, también conocida como Alice Coltrane.

John Coltrane murió con tan solo cuarenta años en 1967, víctima de un cáncer de hígado y hoy, cincuenta años después de su prematura muerte, todavía me resulta casi imposible definir su música. Si nos dejamos llevar por las etiquetas comúnmente utilizadas por público y crítica (etiquetas a veces tremendamente injustas y siempre igualadoras, limitadoras, asépticas y neutrales), sí, Coltrane era un tremebundo músico de jazz, y, con eso, ya le valdría para, posiblemente, ser considerado una leyenda. Pero si abrimos las orejas, cerramos los ojos y nos dejamos llevar por el sonido a la vez rudo y sofisticado que desplegaba su música, plagada de ideas y conceptos adelantados a su tiempo y siempre en permanente estado de ebullición, permeabilidad y referencias a pasajes sonoros anclados en la tradición del blues, en el góspel, en el R&B e incluso en la música africana e india para crear pura vanguardia, no tardaremos en asimilar que su sonido resulta lo suficientemente inabarcable, complejo, rotundo, crudo, transcendental e incluso místico como para rebasar esos límites y los de casi cualquier forma musical occidental conocida para convertirse en una especie de artefacto humana y sonoramente inasible. El tipo que cogió canciones familiares como el “Chim Chim Cheree” de “Mary Poppins” o el “My Favorite Things” de “Sonrisas y Lágrimas” y las acercó a algo parecido al “suprasonido”, el tipo que hizo que los ateos perdidos tuviéramos una experiencia cuasi divina durante los 33 minutos que dura “A Love Supreme”, el tipo que creó obras como “Olé”, “Naima” o “Alabama” y el tipo que nos hizo ver que la música es maleable y dinámica y que siempre se puede ir un punto más allá. No, ese tipo no puede ni debe ser etiquetado nunca, porque sería como encerrarlo, limitarlo, como renunciar a reivindicar parte de su grandeza como creador de un arte que va muchísimo más allá de una mera y superficial etiqueta.

Hoy, a cincuenta años de su muerte, John William Coltrane sigue siendo, ante todo, inspiración. Todo saxofonista posterior ha sido influenciado e inspirado, en mayor o menor medida, por él y otras músicas y músicos procedentes de los más variopintos estilos y rincones también se han mostrado increíblemente permeables hacia su figura, bien hacia su faceta eminentemente virtuosa instrumental, bien hacia su faceta meramente conceptual. Sólo por eso ya merece ser recordado y puesto en el lugar de la historia que le corresponde.

Sé que siempre se dice pero la mejor forma de hacerlo es, sin duda, repasar su obra y darla a conocer. Porque, como los buenos vinos, la música de Coltrane, lejos de picarse con el transcurso de los años, gana con el tiempo. Cuando esto ocurre, es que hay magia y embrujo detrás. Y eso hay que aprovecharlo y, como no, disfrutarlo en libertad, sin ambages ni ataduras. Justo como John Coltrane forjó su leyenda.

UNA HUMILDE SELECCIÓN DISCOGRÁFICA

Coltrane para neófitos

Blue Train (Blue Note, 1957)

Dakar (Prestige, 1957)

Duke Ellington & John Coltrane (Impulse!, 1963)

John Coltrane and Johnny Hartman (Impulse!, 1963)

Coltrane para interesados

Giant Steps (Atlantic, 1959)

Thelonious Monk with John Coltrane (Riverside, 1960)

Olé Coltrane (Atlantic, 1961)

My Favorite Things (Atlantic, 1961)

Coltrane para los que quieren meterse en harina

Live at the Village Vanguard (Impulse!, 1962)

Live At Birdland (Impulse!, 1963)

Crescent (Impulse!, 1964)

A Love Supreme (Impulse!, 1965)

The John Coltrane Quartet Plays (Impulse!, 1965)

Coltrane para convertidos a la Iglesia Coltraneana

Ascension (Impulse!, 1965)

Meditations (Impulse!, 1965)

Kulu Sé Mama (Impulse!, 1965)

Stellar Regions (Impulse!, 1967)

Expressions (Impulse!, 1967)

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