I.

Las manos tiran del niño, de la niña, de una cuerda que se rompe, de una maleta; la mano sujeta el hatillo, apoya el cuerpo que cae, las manos sucias, nobles, la mano implora, la mano habla, agarra la ropa contra la ventisca, tapa los ojos frente al sol de frente, se hiela; las manos son un conjunto de sabañones envueltas en trapos, la mano sujeta la vara que sujeta el cuerpo.

II.

Estos ojos son los mismos que retrató Friedmann en Armenia, Dorothea Lange en el 36, que cubrió Sebastião Salgado, que fijaron Robert Capa y Agustí Centelles. Estos son los ojos que no esperan. Es la Humanidad traslúcida. Si nos viéramos en ellos, si de verdad nos viéramos en ellos, reflejarían la vergüenza de nuestro abandono. El Paisaje de la derrota del alma. El dolor brutal del desamparo. Qué podemos hablarles a esos ojos, con qué boca emitiremos sonidos aceptables, con qué manos acariciaremos esas cabezas y levantaremos esos cuerpos.

III.

Las cifras de la radio se licúan con el agua que engulle personas en el Mediterráneo. Con el barro que escupe neumonías en la frontera,
con los barcos y el puerto del Pireo, las niñas
y los niños abandonados, las madres
sin pecho. Las cifras que sólo actúan
en una dirección para el FMI y el Banco Mundial,
las cifras que sólo cuentan
cuando son bursátiles.

Cuando era una niña me gustaba
la palabra “cifra”.
En mi mente
servía para hablar de estrellas,
de secretos, de todo lo bello que no podía
ser comprendido
enteramente.
Ahora
las cifras son números y no esconden misterios.
Son muertos
y se derraman con la lluvia.

(Esther Muntañola)

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