Julia Cámara | La pregunta puede parecer absurda, carente de sentido en un momento como éste, en donde el movimiento feminista revienta expectativas y la resaca emocional del 8 de Marzo sigue reteniéndonos a todas en una nube de euforia contenida. Y, sin embargo, su respuesta ha desatado siempre enérgicos debates en el seno del movimiento. Pararnos a pensar sobre qué significa el Patriarcado como concepto es un paso necesario para comprender el modo en que funciona este sistema y para poder enfrentarnos mejor a las violencias machistas y la opresión de género.

 

Al principio Dios hizo al Hombre

El término “patriarcado” es uno de los conceptos fundamentales desarrollados por el feminismo, y hace referencia al modelo de sociedades regidas por la dominación masculina. Las denominadas “sociedades patriarcales puras” serían aquellas en las que los varones (patriarcas) ejercen control y protección sobre las mujeres y niños de su grupo familiar. El origen del patriarcado sigue siendo a día de hoy uno de los principales debates abiertos tanto en la Academia como entre activistas feministas, donde es común encontrarse con referencias al “matriarcado originario”, un modelo de sociedad organizado por las mujeres que habría desaparecido cuando los hombres se apropiaron del fruto de nuestro trabajo y de nuestra capacidad reproductiva. Lo cierto es que, pese a todo, el matriarcado no es sino un mito: su existencia de hecho nunca se ha demostrado.

Durante los años 60 y 70 del siglo XX fueron muchas las teóricas feministas que, partiendo de disciplinas como la historia, la sociología o la antropología, trataron de responder a una pregunta: ¿cuándo y de qué manera comenzó la opresión hacia las mujeres? Frente a posturas que defendían que la opresión de las mujeres siempre había existido (y que, por tanto, era constitutiva de las sociedades humanas) o que procedía de causas biológicas o psicológicas, diversas autoras sostuvieron, por el contrario, que ésta se impuso en algún momento de nuestra historia como consecuencia de fenómenos sociales complejos. La consecuencia de esta postura es evidente: si el patriarcado no ha existido siempre y no es necesariamente constitutivo de las comunidades humanas, entonces es posible crear sociedades no patriarcales libres de opresión de género. Se abre ante nosotras la puerta a la práctica política.

Aunque el debate sigue abierto y muchos aspectos todavía no están claros, autoras y autores de inspiración marxista han señalado una hipótesis que sitúa los orígenes de la opresión femenina en una serie de cambios sociales y económicos complejos ligados al paso de la propiedad colectiva o de grupo a la propiedad privada, al aumento de la producción (con la consecuente dinámica de distribución y apropiación del excedente), y al paso de la matrilocalidad a la patrilocalidad. Las sociedades patriarcales estarían, por tanto, históricamente configuradas.

 

Patriarcado y capital, alianza criminal

La entrada del Capitalismo supuso una transformación radical de las formas de vida y de relación humanas. Con la implantación de las dinámicas de acumulación y la producción de plusvalía, el sistema capitalista generó una de las divisiones sociales más estudiadas por el feminismo: la separación de la esfera pública y la esfera privada, asociadas respectivamente a lo masculino (la política, la academia, el desarrollo profesional) y lo femenino (la crianza, los cuidados, lo doméstico). Esta división se articula a partir de la diferenciación entre la familia (lo “privado” por definición) y el mercado y el Estado. Se trata de un fenómeno que es paralelo y complementario a la denominada “división sexual del trabajo”: la clasificación de los trabajos en productivos o reproductivos, asociando los segundos a la esfera privada y dejándolos a cargo de las mujeres. Al no ser visto como generadores de valor (al no producir plusvalía), los trabajos reproductivos no llevan asociado un salario, convirtiendo así a las mujeres en dependientes económicamente de los hombres de su entorno.

Encontramos dos diferencias fundamentales con las sociedades precapitalistas:

1. Aunque en ellas también existía una cierta división de los trabajos por razón de género, la no diferenciación entre trabajos productivos y reproductivos hacía que los ejercidos por las mujeres no fueran considerados de menor importancia, sino simplemente de diferente tipo.

2. Aunque la presencia de mujeres de clase trabajadora en la esfera productiva fue masiva desde el primer momento, la doble carga que tenían que asumir, más la vinculación de la esfera pública a los hombres, permitía crear una situación en la que éstas aparecían siempre como fuera de lugar, en un espacio que no les correspondía.

Sobre estos procesos se asienta toda una serie de construcciones culturales acerca de lo que es y debe ser un hombre y una mujer: en las sociedades capitalistas clásicas, el hombre se define por su capacidad de mantener a su familia, mientras que la mujer asume las tareas de gestión y de cuidado del hogar. La naturalización de estas ideas (su pretendida justificación biológica a partir de la diferencia sexual entre machos y hembras) permite seguir justificando la discriminación salarial, el nulo reparto del trabajo reproductivo o la segregación de empleos femeninos/masculinos, en un círculo vicioso que se retroalimenta en bucle.

En resumen, el Capitalismo se apropió de las relaciones de poder preexistentes para ponerlas a disposición de sus necesidades: la opresión de género adopta por tanto una forma específica en las sociedades capitalistas, siendo dos de sus rasgos fundamentales la división sexual del trabajo y la familia nuclear heterosexual y monógama. Esto no significa que las estructuras patriarcales y las normas de género actuales sean definitivas: desde la entrada del neoliberalismo, por ejemplo, estamos viendo la paulatina aceptación de otros modelos de familia junto con una evolución del modelo ideal de mujer, que a pesar de seguir sosteniendo la carga de los cuidados, también aspira a tener un cierto desarrollo profesional propio.

Existe un debate abierto en el seno de los estudios feministas sobre si es posible seguir definiendo al Patriarcado como un sistema autónomo una vez asentado el Capitalismo. Las defensoras de la teoría de la reproducción social han dado interesantes razones para creer, por el contrario, que las lógicas capitalistas integraron las relaciones de dominación preexistentes anulando su capacidad para actuar como sistemas globales de articulación social [1].

 

¿Mujeres del mundo, uníos?

La identificación del Patriarcado como sistema de opresión fue uno de los principales logros del feminismo del siglo XX: su descubrimiento significó dotar de un carácter estructural a las violencias y discriminaciones vividas por las mujeres. Ya no se trataba más de vivencias individuales, hechos anecdóticos ni circunstancias particulares; por fin era posible afirmar que era la sociedad entera la que se regía por unas normas que, de manera sistemática, subordinaban a las mujeres.

Esta idea, desarrollada por las feministas europeas y estadounidenses de la segunda ola, derivó en el famoso lema “Women os the world, unite!” y dio lugar a algunas de las posiciones políticas del feminismo radical de los años 70: la definición de la opresión de género como algo que transcendía clase y raza, la concepción de las mujeres como una clase enfrentada a otra (la de los hombres), o la existencia de unos mismos problemas que nos afectaban a todas e igualaban nuestras vidas. La pretendida universalidad del Patriarcado tuvo una consecuencia directa: la traslación de los problemas de las mujeres europeas y estadounidenses blancas al resto del mundo, asumiéndolos como prioritarios y definitorios de las vidas de mujeres que no se veían reconocidos en ellos.

Una de las críticas más feroces a todo esto fue la articulada por las feministas negras. En “Mujeres blancas, ¡escuchad” El feminismo negro y los límites de la sororidad”, Hazel V. Carby desmonta la pretendida universalidad de algunos de los principales conceptos desarrollados por la teoría feminista, entre ellos el de “patriarcado”. Los hombres negros, afirma, jamás han gozado en los Estados Unidos de la posición necesaria para ejercer poder sobre las mujeres negras del mismo modo en que los hombres blancos lo hacen sobre las mujeres blancas. Éstas, por su parte, no reciben el mismo trato que las mujeres negras, y dependiendo de las circunstancias pueden llegar a situarse en mejor posición social que los hombres negros. No existe, por tanto, un sistema de dominación de género universal que iguale la vida de todas las mujeres, sino que la realidad es infinitamente más compleja.

Algunas feministas latinoamericanas procedentes de pueblos originarios han completado esta crítica hablando de la existencia en sus comunidades de un doble patriarcado: un patriarcado externo impuesto durante la Conquista de América y traído por los colonizadores (arraigado ya en las dinámicas protocapitalistas de acumulación por desposesión y basado en la división sexual del trabajo), y un patriarcado interno perpetuado en el seno de las propias comunidades indígenas [2].

 

No es un caso aislado, se llama Patriarcado

La potencia analítica que las feministas de la segunda ola dieron al concepto de Patriarcado ha sido cuestionada no sólo por el feminismo negro y las feministas indígenas, sino también por otros muchos movimientos de mujeres que no se veían reflejadas en la pretendida universalidad del término. Sin embargo, y más allá de nuestra posición sobre su subsunción o no por parte de las lógicas capitalistas, lo cierto es que hablar de Patriarcado sigue teniendo un enorme valor en el seno del movimiento feminista: nos permite, como hizo ya hace cinco décadas, señalar como estructurales y sistémicas las violencias y discriminaciones que, como mujeres, nos golpean en nuestro día a día. Y si, como algunas pensamos, las dinámicas patriarcales no son ya separables de manera íntegra del sistema capitalista, entonces su cuestionamiento puede suponer una lucha global por la justicia social y la defensa de posiciones radicalmente anticapitalistas.

La clave está en entender que estas violencias adoptan formas específicas en función de nuestra clase, nuestra orientación sexual, nuestra procedencia étnica, etcétera. No se trata de igualarnos a todas en base a la aplicación de cánones, sino a tejer alianzas diversas entre mujeres que, aún con nuestras distintas condiciones vitales, nos reconocemos como parte de un mismo sujeto político. Contra el Patriarcado y sus violencias, ahora y siempre: autodefensa.

 

[1] Para saber más sobre la teoría unitaria y la teoría de la reproducción social, ver https://marxismocritico.com/2016/03/08/reflexiones-degeneradas-patriarcado-y-capitalismo/ y http://vientosur.info/spip.php?article12992

[2] A este respecto es interesante leer las aportaciones de Lorena Cabnal, que trabaja desde Guatemala con la Asociación de Mujeres de Santa María de Xalapán para visibilizar el etnocidio del pueblo xinka y para modificar el modelo patriarcal de las comunidades indígenas.

Escrito por:

Julia Cámara
Historiadora. Feminista. Miembro de la redacción de Viento Sur y militante de Anticapitalistas Aragón.
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