Manel Barriere Figueroa | Hay pocas novelas que nos acerquen a historias de vida de una potencia dramática desbordante, circunscritas a un contexto social y político que nos permita vislumbrar esas historias como un entramado de pequeños acontecimientos, de diversa índole, que componen una realidad a menudo ignorada, por lejana, ajena o enmascarada detrás de ese otro relato conocido como periodismo. Cuando la revolución termine, de la escritora hispano-siria Leila Nachawati Rego, nos brinda además, la posibilidad de reflexionar sobre el sentido de la novela en un mundo sobresaturado de información fragmentaria, sesgada e incluso falsa, y sobre la importancia de la construcción de relatos que reivindiquen la memoria de todas esas personas, desaparecidas de los relatos hegemónicos.

 

Tú eres experta en comunicación, colaboras en algunos medios digitales, eres activa en las redes sociales, especialmente alrededor de temas como la geopolítica, los derechos humanos, los conflictos en Siria y Oriente Próximo… y de repente decides escribir una novela sobre esos mismos temas. ¿Por qué escribiste Cuando la revolución termine?

Pues por agotamiento. Fíjate que estábamos todavía al principio de las primaveras árabes. Después de una euforia inicial, a medida que la cosa se hacía más compleja, con guerras abiertas, retorno al status quo en algunos casos, golpes de estado y demás, los medios de comunicación en general perdieron el interés y dejaron de informar en profundidad de todos esos procesos.

Me pareció que sería una forma de contribuir a recuperar esa atención perdida, y sobre todo, hacerlo desde la empatía con las personas que sufren, porque el mundo no es un tablero de ajedrez, o no solo. Con una novela podría contribuir a entender sobre todo el porqué estábamos donde estábamos, cuáles son las motivaciones de la gente cuando de repente se posiciona a favor o en contra de un proceso revolucionario, cómo esto divide familias, cómo se crean historias de amor, cómo se generan esperanzas y cómo se pierden. Toda esa experiencia humana no estaba llegando al gran público, por lo menos en el norte del Mediterráneo. Nos estábamos quedando con análisis a vista de pájaro, que dejaban la cotidianidad de las personas en un quinto plano, por no decir totalmente invisible.

 

Para mí tu novela es una novela sentimental, en el buen sentido. ¿Tuviste la necesidad de expresar unas emociones mas allá de contar la realidad? Cómo manejas el equilibrio entre esos dos conceptos: contar la realidad tal y como tú la ves y al mismo tiempo transmitir unas experiencias circunscritas al mundo de las emociones.

La verdad, no creo que de forma consciente me haya planteado la estrategia de crear emociones ni de fomentar una sentimentalidad. El propio conflicto, la propia situación humana en ese contexto concreto, es tan dramática, que solo ha hecho falta la labor de hilar, de tejer, de dar forma a historias que llevaba años escuchando. Hay un sentimiento que no está forzado, al revés, creo que está bastante contenido. Sí hubo un esfuerzo por mi parte de no mostrar la violencia de forma demasiado obscena. Quise narrar desde un respeto, desde una cierta contención, situaciones que son más extremas de lo que en realidad refleja la novela.

Cualquiera que se haya asomado levemente a Siria, a Egipto, a Palestina, en los últimos años, y en mi caso concreto, más a Siria, tiene una gran cantidad de historias para contar. Yo necesitaba darles una salida. Son historias de niños, de familias, de mujeres, de hombres, valientes, heroicos, cobardes, a quienes les ha cambiado la vida, la vida les ha dado un gran vuelco. Siria pasó de ser invisible en los medios de comunicación a ser el principal productor de YouTube de la región, y uno de los principales de todo el mundo. Día a día llegan muchísimos contenidos que se pierden en un océano saturado de información. No hay quien los reciba, no hay quien los contextualice, quien les de un sentido. Conociendo como funcionan las sociedades del sur y del norte del Mediterráneo, por mi experiencia personal, por mi acceso al idioma, me parecía que podía hacer esa labor, mostrar a quienes no las conocen, todas esas historias tan tremendas que se estaban viviendo a unos quilómetros de distancia. Porque en realidad, Siria está mucho más cerca que Estados Unidos, aunque no nos lo parezca.

 

Una cuestión que considero fundamental en los tiempos que corren, es la relación de la literatura y las redes sociales a través del relato. Hay un personaje en la novela que cuenta los muertos que aparecen en los vídeos de YouTube que llegan desde Siria, y tú, de alguna manera, cuentas (narras) sus vidas, de los muertos y también de quienes sobreviven. Parece que cuando hay muertos, el número, o la imagen, tienen mucho más impacto en el espectador que el relato que hay detrás.

Es algo que trabajan mucho los especialistas árabes, y muy en concreto las mujeres, las feministas árabes. Trabajan mucho sobre el poco valor que tiene la vida de los árabes. Si lo comparamos, por ejemplo, con la vida de un israelí. Todos sabemos el nombre, el apellido, de prácticamente cada soldado caído en combate. Y los palestinos se cuentan al peso, o al quilo. Tiene que haber muchos para que sean una entidad a la que se presta atención. Tiene mucho que ver con la relación entre el sur y el norte. Cuando muere un soldado estadounidense es un shock mucho mayor que cuando mueren veinte civiles iraquíes. Fíjate que la ONU, creo que fue en 2013 o 2014, se declaró incapaz de contar los muertos en Siria, se declararon incapaces de llevar el recuento. El nivel de la tragedia es tal, el nivel de pérdida es tan tremendo, que los números son inabarcables, y es importante volver también a las historias que hay detrás de los números.

 

Otra cosa que me pareció interesante de tu novela es que tienes la sensación de estar leyendo historias en red, que reproduce, de alguna manera, el funcionamiento de las redes sociales a través de personajes que se encuentran aislados pero viven una misma realidad, y se conectan los unos a los otros a través de esa misma realidad. ¿Eso fue premeditado?

No, yo soy muy fan de un escritor sirio que se llama Rafik Schami, que lleva muchos años viviendo en Alemania. Él sigue mucho esta estructura de pequeñas piezas de vida que luego conforman un mosaico. A mí me interesa mucho la imagen del mosaico, que es algo también muy presente en la cultura árabe-islámica. Esos tapices que a través de pequeñas piececitas, componen un mural que de repente tiene sentido. Lo trabajaron mucho también en el pueblo de Kafranbel, que fue uno de los símbolos de la resistencia pacífica, y del humor y de la creatividad como resistencia al régimen de Bashar al Asad. Pero yo creo que el tema de la conexión en red, de gente que está aislada y de repente crea redes que les conectan, es algo que, si no premeditado, sí tiene mucho sentido en el contexto sirio. También en el resto de la región. Porque estamos hablando de contextos muy represivos, dónde ha habido siempre un intento de dividir y vencer, un intento de separar por religión, por secta, por identidad, incluso por origen socioeconómico. Con las primaveras árabes se rompieron todas estas divisiones y entraron en contacto, contra todo pronóstico, gente que en otra vida jamás habrían cruzado un saludo. De repente ves activistas sirios intercambiándose consejos con activistas palestinos, con activistas egipcios. Intercambiando lecciones sobre resistencia pacífica, sobre resistencia no violenta. Fue un momento de mucha conexión en red, sobre todo en 2011. Es el momento que a mí más me interesa recuperar, porque luego hubo diferentes actores que intentaron aplastar ese potencial.

 

Tu novela complementa de alguna forma todo el trabajo que haces en los medios de comunicación y en las redes sociales. ¿Surge de una carencia, tal vez, al ver que a través de las redes no puedes llegar a contar todo lo que te interesa contar?

Me pareció interesante mostrar la normalidad, la cotidianidad, y eso no suele caber en un trabajo más periodístico. Mostrar cómo vive la gente, al final, es lo que nos hace conectar, lo que genera empatía, pero no puedes incluirlo cuando te dan diez segundos o cinco párrafos para contar el último ataque de ISIS. No suele caber ese matiz, no suele caber esa cotidianidad que nos hace humanos y que genera empatía con el otro.

La novela también tiene que ver con mi rechazo al concepto de neutralidad. Parece que la lejanía exotizante de Oriente Próximo nos permite situarnos entre el genocida y sus víctimas, porque vete tú a saber si el genocida ha bombardeado o no, si las víctimas bajo los escombros están mintiendo o no. Ese relato equidistante, que además divide el mundo en dos bloques, no lo comparto. En un tiempo en el que estamos viviendo grandes retrocesos en los derechos humanos, no podemos ser neutrales.

 

Pero más allá de contar lo que no se puede contar, esa cotidianidad, ¿crees que las redes sociales dificultan que la realidad o ciertos relatos lleguen al público?

Creo que en un principio los pensamos como espacios de expresión, de organización y de comunicación, que no eran posibles en los espacios físicos, sobre todo en contextos con mucha censura. Pero en los últimos años hemos llegado a un grado de saturación tal, que ha hecho que cada vez más gobiernos, más empresas, más lobbies inviertan en estas plataformas. La ingenuidad del principio se ha ido perdiendo.

Ahora tienes, por ejemplo, que están bombardeando civiles en Idlib y tú lees artículos enteros e hilos enteros en Twitter y en Facebook, no diciéndote que esos bombardeos están justificados, sino directamente que no están ocurriendo. Se generan líneas de opinión que no están basadas en nada, pero que a costa de repetirse terminan imponiéndose.

Todo esto que se habla de las fake news, siempre ha habido quien ha creado noticias falsas y ha manipulado la información, pero la facilidad con la que se propagan ahora es lo que nos diferencia de épocas anteriores. Las redes sociales tienen un potencial enorme de reafirmar prejuicios que ya se creen previamente. Eso de que cuando una mentira se repite muchas veces se convierte en verdad.

 

Pero también se repite todo, se repite la mentira, se repite la imagen falsa, pero la verdadera también se repite.

Yo creo que es más fácil crear una mentira que deconstruirla. Es más fácil en un artículo, es más fácil en una tertulia de televisión, es más fácil en redes sociales, es más fácil en general en espacios donde prima lo rápido y lo inmediato, lanzar un bulo que desmentirlo.

 

Por un lado, hay una sobresaturación, se ha perdido esa ingenuidad que tu decías, pero en la ingenuidad va la democratización. Un medio que parecía muy democrático, en lugar de generar debate y crear comunidad, lo que hace es destruirla, reproducir un poco los debates de los programas del corazón, donde la gente se grita y se insulta. Pero al mismo tiempo no deja de ser un espacio con cierta libertad, que no está copado totalmente por los grandes poderes económicos y mediáticos. Aprovechando precisamente eso, que la gente suelta su bilis sin control, se está intentando limitar por la vía judicial esa libertad.

Tiene mucho que ver con que las plataformas que nosotros, ingenuamente, pensamos como espacio de expresión, son empresas, con su propio ánimo de negocio. Ellos construyen su modelo de negocio en torno a lo que funciona. Yo veo, por ejemplo, que cuando accedes a un contenido de Juego de tronos, el propio twitter te facilita una interface que te dice: cuidado que estás a punto de acceder a contenido sensible, para que tu sensibilidad de espectador de Juego de Tronos no se encuentre con un spoiler. Eso no lo tenemos a la hora de ver cuerpos y cadáveres desmembrados de una guerra. Después del instagramer que comparte su plato de espaguetis, tienes la foto de un cuerpo destrozado por la metralla en Siria o en Palestina. Meter toda la violencia dentro del flujo de cosas normales que consumimos ha hecho que la estemos normalizando. Creo que es un efecto psicológico que veremos en los próximos años, y que se empezará a estudiar a partir de ahora. El efecto adormecedor de ver esas imágenes, de consumirlas cuando no hay una advertencia de contenido sensible.

Al principio pensaba que la posibilidad de exponer crímenes contra la humanidad, era equivalente a aumentar las posibilidades de frenarlos. Si tienes plataformas en las que expones las violaciones de los derechos humanos que se están produciendo en un país concreto, el gobierno va a tener que pensárselo dos veces porque todo el mundo está siendo testigo. Para mí ha sido el gran shock, en mayúsculas, y creo que eso lo reflejo también en la novela, el ver que la exposición de la violencia y de los abusos no significa que se vayan a activar mecanismos de respuesta. Ahora ya nadie va a poder decir como decíamos con Bosnia: dios mío si hubiéramos sabido lo que estaba pasando, nadie va a poder decirlo porque lo sabemos día a día.

 

Pero yo creo que eso es porque, por sí mismo, no se construye un relato. Contar muertos no es contar (narrar) muertos. Ni siquiera al ver la foto del muerto.

Sí pero tampoco es así, porque tienes a sirios, a palestinos, a egipcios, añado el género femenino, que están haciendo una labor increíble de documentar y narrar, pero parece que se queda en el camino, como están en árabe, parece que estuvieran en un idioma inaccesible. No es tampoco que nadie lo esté contando, es que no lo están contando las personas a las que damos crédito para leer y escuchar, pero el relato, los propios árabes están construyendo su relato.

 

Pero en el caso del proceso independentista en Catalunya, por ejemplo, pese a la proximidad geográfica e idiomática, hay unas diferencias abismales entre los relatos dominantes dentro o fuera de Catalunya. Sigue habiendo quien controla los relatos que llegan a la gente y se convierten en hegemónicos.

Es muy curioso la distorsión del relato desde la vecindad, desde la proximidad. Es decir, cuanto más cerca, parece que hubiera un muro infranqueable. Es muy interesante, porque si yo digo que Siria está cerca, imagínate lo cerca que está Catalunya. Sin embargo, se siente muy lejos desde ciertos espacios.

 

Es que la idea del muro, lo hablábamos con Matías Escalera en la anterior entrevista, la construcción de muros, el muro de Trump, la valla de Melilla… estamos rodeados de muros, y hay muros que son invisibles, pero que son muy sólidos. Por ejemplo, cómo las grandes empresas están controlando con sus algoritmos qué es lo que tú ves y que es lo que no ves a través de los medios, haciéndote creer que eres tú el que elige.

¿Cuál crees que es el antídoto? Tú por ejemplo escribes una novela y luego haces presentaciones, la confrontas con el público, te encuentras con los lectores. ¿Crees que esa puede ser una forma?

Para mí la idea es esa. Yo por ejemplo me sentía muy falta de herramientas a la hora de entender Rusia, un país muy importante, geopolíticamente hablando. No tengo las herramientas lingüísticas ni la facilidad de acceder a ese país, y lo he entendido mejor leyendo Limónov, que es una novela de Emmanuel Carrère, que leyendo veinte sesudos ensayos. Pienso sobre todo en el caso de gente que a lo mejor no tiene tanta costumbre de leer ensayos, que no son accesibles para cualquiera. Una novela la puede entender cualquier persona aunque no tenga acceso a Oriente Próximo. Mi idea era llegar al público general, llegar a la gente, no llegar a lobbies específicos, porque los intereses, las estructuras de poder son las que son, no pretendía convencerlas de nada.

 

¿A partir de qué material trabajaste? ¿Hiciste una investigación pensando en la novela o te planteaste escribirla cuando ya habías acumulado una base de conocimientos a partir de tus experiencias y trabajos periodísticos?

Usé lo que había trabajado ya y muchas entrevistas. Me entrevisté con presos y presas de las cárceles de Asad, para que me contaran lo que comían, por ejemplo, y me contaban: pues mira, éramos 30 presos en una celda y nos daban 29 aceitunas, para que nos matáramos por esa aceituna que faltaba, porque una persona se tenía que quedar sin aceituna. Este tipo de juegos perversos, a mí no se me hubieran ocurrido. No se me ocurrirían ni si quisiera inventarlos. La convivencia con las cucarachas, los aparatos de tortura, los mecanismos de tortura psicológica que utilizan allí los carceleros, cómo reciben a los presos cuando entran… Es algo imposible de imaginar si no te lo cuenta alguien que lo ha vivido. Han sido 5 años de recopilar, de darle forma. Luego compartí el borrador con varios amigos sirios, sirios que conocen muy bien el contexto histórico de su país, para asegurarme de que no hubiera contradicciones, para que todo fuese bastante fiel a la historia del país, a la realidad del país.

Tampoco quería hacer un folletín para convencer a nadie de nada. Que la novela ayude a entender la realidad siria es un efecto interesante, pero mi objetivo era escribir una buena novela. Para mí era importante que tuviera calidad, que tuviera musicalidad, por eso tardé 5 años. Los capítulos cortos, esa forma de musicalidad al principio y al cierre, para mí eso era importante, más allá de que el contenido pueda ser históricamente interesante.

 

¿Y el título? ¿Qué es la revolución? ¿Cuando termina?

Cuando la revolución termine era una frase que se repetía mucho: “Baad el zaura”, la repetían mucho los sirios y las sirias que estaban de alguna manera implicadas en el proceso revolucionario. Cuándo empezó todo, en marzo de 2011, la gente dejó sus vidas en pausa. Era como: acabo la carrera cuando la revolución termine, ya me casaré cuando la revolución termine. Todo el futuro se pospuso porque había que hacer la revolución. Mucha gente se quedó colgando, en standby, en pausa, con sus vidas a la espera de algo que tenía que suponer un cambio. El título también contiene una declaración de intenciones que tiene que ver con la esperanza después de ese terrible escenario que se estaba viviendo.

 

Tiene un punto melancólico.

Sí, es un poco irónico también leído ahora. Lo que pasa es que esa ingenuidad de la esperanza es algo que yo no menospreciaría, es algo muy característico del ser humano, que por más decepciones históricas que vivamos, sigue volviendo. Este pulso, esta pulsión de: podemos tener un mundo mejor, tener una vida mejor, una vida digna, es, al final, lo que queremos todos. La gente no nace para ser sunita o para defender el chiismo, la gente nace para tener una vida digna. Esa pulsión de querer una vida digna y un proceso que mejore las condiciones de vida, que haya libertad, igualdad, dignidad, justicia, es algo que se repite continuamente. Frente a esas visiones apocalípticas de que el ser humano está condenado a destruirse, está la pulsión de querer una vida mejor, querer el bien común. Eso se vivió en Siria de una forma maravillosamente ingenua, se vivió en Egipto, se vivió en muchos países durante 2011, y creo que es un sentimiento que hay que recuperar. Más que verlo con el escepticismo que da la perspectiva histórica.

 

¿Pero cómo conecta esa pulsión con conceptos como la democracia o la justicia social? Porque lo de la vida digna puede conectar con la democracia y la justicia social o con el ISIS y la extrema derecha, que van a poner comedores a los barrios pobres.

Eso dice mucho de la desconexión de muchos discursos políticos supuestamente progresistas, que no están llegando a la gente y hay que ver por qué no están llegando. Para mí, la cuestión de base, lo que diferencia a la extrema derecha de un proceso revolucionario que busca el bien común, es precisamente la cuestión del “nosotros frente a ellos”. En un proceso como el sirio, algo que se repetía y repetía sin que los sirios tuvieran ningún tipo de cultura democrática, porque no saben lo que es un derecho humano ni lo han visto nunca, fue: somos uno, el pueblo sirio somos uno, ni sunitas ni chiitas. Tenían muy claro que esa cuestión del “nosotros frente a ellos” la fomentaban las estructuras del régimen, y lo que ellos querían era romperlo, apelando al bien común de todos y todas. Eso no lo hace la extrema derecha, la extrema derecha te dice: esto para ti, pero para ellos no. Para mí la clave está en ese “nosotros frente a ellos” al que apela VOX, por ejemplo, al que los proyectos en los que yo creo, desde luego, no apelan.

Escrito por:

Manel Barriere Figueroa
Técnico audiovisual, militante sindical y escritor. Autor de las novelas No sabréis nunca (Piedra Papel Libros), La paja (Tandaia) y del poemario El Rostro oculto (Amargord).
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