Alejandro Seco | Ayer 21 de enero se cumplieron dos meses del gran paro nacional que congregó a decenas de miles de colombianas y colombianos a lo largo y ancho del país y que abrió el camino a la protesta social más importante de los últimos cuarenta años en Colombia: Bucaramanga, Bogotá, Cali, Medellín, Barranquilla, Popayán…además de las incontables poblaciones rurales (tan olvidadas históricamente en el país) se hicieron eco de las movilizaciones.

La intervención desmesurada del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) ha sido una constante a lo largo de estas semanas. El asesinato del joven Dylan Cruz a consecuencia de un disparo efectuado por uno de sus miembros en Bogotá, el hecho de que Duvan Villegas quedara parapléjico durante las protestas que tuvieron lugar en Cali, al sur del país, o las decenas de manifestantes heridos son algunas de las razones que han puesto en el centro del debate nacional la intervención de este grupo antidisturbios cuya aceptación popular vive sus horas más bajas.

El alto grado de polarización política de la sociedad colombiana gestado durante casi 60 años de conflicto interno está hoy más presente que nunca. El miedo crónico y estructurado a lo largo de décadas de violencia es parte de la realidad colombiana. El bipartidismo colombiano de mediados del siglo XIX fue el primero que recurrió a las armas en un intento constante por resolver sus diferencias ideológicas, que iban mucho más allá del clásico binomio liberal – conservador, por la vía armada. Las pretensiones caudillistas que históricamente se impusieron en el país, renovada en su versión más actualizada por el expresidente Álvaro Uribe Vélez, han hecho del país una república (semi) presidencialista cuya gestión democrática de las instituciones acostumbra a estar en tela de juicio por la comunidad internacional y por la propia población colombiana.

Según Transparencia Internacional el Índice de Percepción de Corrupción (IPC) (basado en las percepciones de sus respectivas poblaciones) sitúa a Colombia en el puesto 99 dentro de los denominados ‘’muy corruptos’’ y cerca de países de la región como Brasil y Perú, ambos en el puesto 105. En otras palabras: se estima que un 5% del PIB colombiano (según la Contraloría General de la República, el organismo encargado de velar por los presupuestos del Estado colombiano) se pierde a manos de la corrupción generalizada. Una cifra que ronda los 50 billones de pesos por año, aproximadamente un 15% del presupuesto nacional del pasado año 2018.

El clientelismo político representa una práctica extendida en todos los ámbitos de la sociedad colombiana siendo popularizado bajo los términos de «serrucho» o «cvy» (¿cómo voy yo?) en un país cuya anacrónica centralización ha significado que en 2018 el 80% de los municipios más pequeños del país dependieran financieramente del gobierno central, según datos del Departamento Nacional de Planeación.

Estudiantes de la Universidad del Cauca marchando durante el paro nacional el pasado 21 de noviembre en las calles de Popayán. Fotografía: Natalia Mora Priego.
 

Por qué salir a las calles

Al grito de «Que lo vengan a ver, que lo vengan a ver…» «…esto no es un gobierno son los paracos en el poder…» o «a Voldemort lo derrotaron un grupo de estudiantes», marcharon en Popayán, capital del Departamento del Cauca, decenas de miles de personas en protesta contra lo que llaman el «paquetazo de Duque»: reducir el sueldo mínimo para los menores de 26 años o la privatización completa de las pensiones (eliminando Colpensiones, el único fondo público) son algunos ejemplos de los planes que tiene el gobierno central para los próximos años. Colombia está sedienta de autonomía territorial, de líderes y lideresas políticos que protejan la vida y el cuidado del medio ambiente por encima de las prácticas empresariales extractivistas que generan falsas esperanzas de empleo y progreso.

El incumplimiento de los acuerdos de paz firmados por el gobierno en 2016 es otra razón de peso que ha hecho que decenas de miles de colombianos y colombianas hayan salido a marchar y a «cacerolar» en las últimas semanas: desde el desistimiento del combate al paramilitarismo, la ausencia de protección a los excombatientes de las FARC y su acompañamiento en su reincorporación a la vida civil o su despreocupación manifiesta por la muerte de los más de 700 líderes y lideresas sociales asesinados desde la firma de los acuerdos son razones de peso para salir a la calle. En palabras de una manifestante payanesa: «Marcho porque mi país no marcha «.

El país atraviesa un renacer del conflicto en algunas de las zonas históricamente afectadas como los departamentos de Cauca, Putumayo, sur de Bolívar, sur de César o las subregiones del magdalena medio o el Catatumbo, en la frontera con Venezuela. El rearme de las disidencias, el reagrupamiento del Ejército de Liberación Nacional (ELN), la ausencia del Estado (o lo que algunos llaman ‘’la diferente presencia del estado’’), la falta de implementación de políticas públicas… Dolores de cabeza para un gobierno, el del presidente Duque, que no encuentra otra solución que la militarización de los territorios: ‘’apagar las brasas con gasolina’’ llevando al pueblo colombiano a sufrir una situación de despojo y violencia sistemática que sólo parece interesar a unos pocos.

«De los 18 niños asesinados te hablamos, viejo» reza la pancarta sostenida por un grupo de manifestantes en referencia a la despreocupación mostrada por el presidente Duque cuando se le preguntó por el asesinato perpetrado a manos del Ejército de un grupo de niños en el departamento del Caquetá el pasado mes de agosto. Por ello debemos considerar más interesante que nunca este tipo de manifestaciones de la voluntad popular en un país acostumbrado al inmovilismo de ciertos sectores de su población. La criminalización de la protesta fue y sigue siendo el arma arrojadiza de los sectores más conservadores y reaccionarios del país, que ven en este tipo de demostraciones una amenaza directa a sus privilegios políticos, económicos y sociales.

En el «país del sagrado conformismo» una sociedad civil fuerte y organizada surge a su vez como un enemigo a combatir por parte de los poderes fácticos (grupos de comunicación, Iglesia, sector financiero…) que desde la sombra mueven los hilos que sostiene el status quo de una nación que tiene el triste mérito de situarse entre las diez más desiguales del mundo.

Y es en este contexto de lógica colonial donde destaca, por sobre todos los demás, el movimiento indígena colombiano. Con notable protagonismo destaca el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), una asociación compuesta por los pueblos nasa, misak, totoroez, kokonuko o yanacona entre otros que desde 1971 viene parándose antes la injusticias sociales y medioambientales que asedian sus territorios ancestrales siguiendo la estela de los líderes y lideresas que les precedieron: Manuel Quintín Lame, Juan Tama o La Gaitana marcaron un antes y un después en la lucha por la autodeterminación de los pueblos originarios en el sur occidente colombiano y en todo el país. Mención aparte merece el paro indígena o «minga» que tuvo lugar en marzo del año pasado, cuando cortaron el tránsito en la vía panamericana exigiendo la presencia del presidente Duque en el departamento del Cauca y la creación de una mesa de diálogo con los diferentes actores sociales.

Un grupo de indígenas misak encabeza la marcha el pasado 21 de noviembre en Popayán, departamento del Cauca. Fotografía: Natalia Mora Priego.

Después de las últimas semanas de protestas el pueblo colombiano se suma a la ola de movilizaciones que inunda el continente sudamericano, la región con más disparidad entre los que más tienen y los que menos. La debilidad institucional se suma a la deslegitimación de los gobiernos en una región históricamente afectada por las injerencias extranjeras.

Está por ver si los tiempos de cambio que vive América Latina se plasman en mejoras de vida palpables para sus ciudadanos y si realmente los gobiernos son capaces de cristalizar todo el descontento durante los últimos meses.

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